Cuando miró el guardarropa la decisión no era muy complicada, sólo tenía el traje azul obscuro a rayas, ese que le hacía sentir un mafioso italiano de los años 30s, y el traje gris claro, el que usaba para los eventos matutinos con la familia. Eligió el azul, no sólo porque la reunión sería por la noche, sino porque con él se sentía un poco más serio de lo que realmente era. La camisa blanca y la corbata gris con puntos azules; eso cerraría el marco. Buscó los mocasines negros, y mirándolos fijamente entendió que ni por más grasa que les pusiera mejorarían su aspecto; sintió un poco de pena al verlos, los tenía desde hace ya algún tiempo y habían compartido con él todas las experiencias importantes de los últimos meses de las cuales tenía memoria, porque es justo decir que su memoria no era privilegiada, olvidaba fechas, nombres y lugares, a veces confundía personas que las relacionaba con hechos diferentes. Éste par lo había usado cuando por casualidad tomo el tren equivocado y lo había llevado al otro lado de la ciudad, descubriendo un pequeño café al cual se acostumbró a ir cada sábado por la mañana, también los lleva puestos el día que por un pequeño error en la hora de su reloj el despertador no sonó y llego tarde al trabajo por tercera vez, algo que su antiguo jefe ya no pudo pasar por alto. Los usaba el día que tropezó con aquel señor que bajaba del taxi y el cual no notó que por el encuentro tiró su billetera; gracias a que los zapatos eran cómodos pudo correr para alcanzarlo, iniciar una charla y conseguir un trabajo sencillo de redactor, algo que lo llenaba de alegría más no de dinero. También los llevaba el día que alegremente contestó el teléfono escuchando la voz entrecortada de su prima Ana, diciendo que la tía había pasado a mejor vida, el colgó y con una lagrima y una sonrisa tomó el saco gris y se dirigió al funeral a paso lento, como si los zapatos también estuvieran de luto. Recordaba aquella ocasión en la que la lluvia lo sorprendió por la tarde, cómo sus mocasines jugaban en los charcos como niños pequeños que no escuchan los regaños de sus madres; son felices por el simple hecho de jugar en el agua, así se encontraba él, feliz por el hecho de sentir la lluvia. Recordaba la noche que la conoció en el bar, él tomaba una cerveza clara y ella una obscura; era obvio que estaban destinados a amarse porque ambos disfrutaban de lo mismo aunque cada quien a su estilo; no olvidaba que la acompañó hasta su casa con el calor del alcohol anidado en su pecho y la mano fría sujeta a la de ella. También traía ese calzado el día que ella salió por última vez por la puerta del pequeño apartamento, él bajó las escaleras y cuando ella giró sólo pudo decirle con una sonrisa nostálgica "Adiós" caminó dos pasos y de nuevo giró observándolo de arriba a abajo "deberías de comprar un nuevo par de zapatos"; sintió cómo aquel calor del pecho se enfriaba lentamente y está seguro que sus pies se sentían del mismo modo con el sólo hecho de pensar que podrían cambiar de residencia después de haberse acomodado tanto en esos zapatos. El último recuerdo hasta ahorita era que los llevaba puestos justo el día que la puerta del tren casi lo deja sin el zapato derecho, como héroe de acción se lanzó en su rescate y por milímetros logró tomarlo y llevarlo dentro justo antes de que la puerta cerrara, cuando pudo incorporarse escuchó a su espalda "De verdad que te gustan tus zapatos" con una voz dulce y juguetona, al verla no pudo hablar y con su típica cara de bobo asintió mientras mostraba su sonrisa apenada y sincera; ella sonrío de la misma manera, y pensó "¿Cómo no podría quererla?". Y hoy después de haberla conocido hacía un año exactamente, después de peinarse, rasurarse, ponerse loción y ajustar el saco, los llevará puestos. Ésta vez no le importará que se talle un poco la punta del zapato izquierdo cuando ponga su rodilla en el suelo, saque el anillo y le pregunte si le haría el honor de pasar el resto de su vida a su lado. Y yo creo que a ellos tampoco.
FABO