El sueño siempre era el mismo:
yo, sentado a la orilla del río, veía un pez gigante, negro grisáceo, con ojos
tan expresivos como los de un niño, que me rogaban por algo que no lograba
entender. Sus escamas brillaban como plata sin pulir, y los filamentos sobre su
boca parecían ser unas delgadas manos suplicantes. Yo solo podía verlo cruzar
por el río, casi tan negro como él. Sus movimientos, tan violentos y calculados
a la vez, me causaban fascinación y terror al unísono. Al despertar, me miraba
al espejo con una fina capa de sudor, y me preguntaba si realmente no era el
agua del río sobre mi rostro, salpicada por alguno de los movimientos del pez.
Fueron seis noches seguidas con el mismo sueño, pero en la séptima algo cambió:
el pez se acercó, como acechándome. Me miró con esos ojos enormes y se detuvo
justo frente a mí. La luna reflejaba algunos de sus rayos en sus escamas, y
estas, a su vez, sobre mis ojos. Sentí su mirada pesada, oscura y severa. Me
quedé inmóvil y expectante. Por un instante, parecía que iba a decirme algo, y
justo en el momento en que se disponía a articular algún sonido, un trueno
estruendoso me despertó, devolviéndome al silencio de mi habitación. La lluvia
sonaba como canicas estrellándose en el piso. Me asomé por la ventana y, al ver
mi reflejo, identifiqué esa mirada melancólica. Pude ver mi sombra bajo la luz
de la luna, pude sentir el río, pude encontrar mi camino.
El sueño siempre era el mismo: yo, nadando por el río. Un hombre, no tan joven, delgado y con barba, me observaba temeroso, impresionado y algo atónito desde la orilla. Yo lo miraba con pesar y duda; parecía perdido. Traté de hacer un movimiento a manera de saludo para que entendiese que no quería hacerle daño. Él solo abrió más los ojos, mirándome detenidamente. Algo no me hacía sentir tranquilo, así que agité mi cuerpo, tratando de hacerlo huir. Al despertar, seguía en la cueva, viendo mi reflejo en los cristales que allí se formaban. Mi rostro estaba algo alterado, y una aleta parecía llena de un poco de lodo. Por un momento, pensé si realmente no era lodo de la orilla del río que había quedado en mí al moverme tan bruscamente para espantar al hombre. Fueron seis noches seguidas con el mismo sueño, pero en la séptima algo cambió: me aproximé al hombre muy cerca de la orilla; esta vez no tendría miedo. Me detuve justo frente a él. Había una luna llena que hacía brillar mis escamas, y traté de llamar su atención reflejando los rayos en su rostro. Lo observé fijamente y, en el preciso momento en el que me disponía a hablarle, un trueno estruendoso me despertó, devolviéndome al silencio de la cueva. La lluvia sonaba como canicas estrellándose en la superficie. Me asomé hacia un cristal y, al ver mi reflejo, identifiqué esa mirada melancólica. Pude ver mi sombra bajo la luz de la luna, pude sentir el río, pude encontrar mi camino.
FABO
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